La sociedad en la que vivimos necesita cada vez más de datos vacíos que llenen el hueco que va haciéndose, de manera perfectamente conducida, en la esencia de las cosas.
Me explico: cuando existe alguna manifestación artística, o colectivo de gente que funciona bien, se empieza a dividir a sus integrantes y se empieza a hacer creer en la necesidad de crear instituciones o comités de evaluación que revisen el trabajo de la gente que en un inicio estaba bien hecho. Con este tipo de actuaciones se generan nuevos elementos de control hacia las personas que hacen bien su trabajo y, aquí queríamos llegar, nuevos puestos de trabajo y gente a la que hay que pagar por generar una burbuja de instituciones de control.
El problema viene cuando la gente que hace bien su trabajo empieza a meterse en esa espiral de control y se olvida de la naturaleza de su trabajo y de su pasión. Entonces, y sólo entonces, los elementos de evaluación ficticios e irreales con respecto a la esencia artística misma empiezan a imponerse como necesarios. Empiezan a emerger datos, Troikas y programaciones didácticas. La edad positivista científica del XIX vuelve a emerger en este tipo de instituciones y formatos de organización “pedagógica”.
Las artes no son ciencia. Son experiencia y expresión de sentimientos. No hay nada más anticientífico y mensurable que las emociones. Querer medir y controlar sentimientos como si fueran datos, inicia caminos muy peligrosos de equiparación de caracteres y de personalidades. Aquí empezaría el peligroso argumento de eliminar la diferencia para que seamos todos iguales.
La educación no puede ser mensurable. La música y su experiencia vital, tampoco. Los docentes han de estar preparados como los que más para poder llegar a entender a cada una de sus alumnos y ayudarlos en cada caso personalmente. Para eso, hay que saber mucho de la materia que se imparte y eso consigue de manera continua con el estudio individual de cada uno. También, tener una gran dosis de sentido común para entender qué está pasando en la mente de los alumnos. Pero ante todo, el docente debe tener un amor y una pasión exorbitados por aquello que está enseñando. Con eso y un sentimiento de curiosidad constante por lo que te gusta, el disfrute y la transferencia educativa están asegurados.
¡Menos programar y más estudiar!